Las elecciones andaluzas del pasado 2 de diciembre han supuesto un terremoto político en todo el Estado. La entrada de Vox con una fuerza considerable en el Parlamento introduce a España en la órbita de países donde cala el discurso de la ultraderecha legitimado en las urnas. Hasta el momento, la desafección política en el Estado español había venido siendo recogida esencialmente por Podemos y las confluencias, que fueron capaces de recoger el descontento que manifestó el 15M.
La gente dejó de creer en la política -sobre todo, en los políticos- y el discurso inicial de Podemos, aludiendo a conceptos como el de “la casta” supo representar un sentir generalizado de enmienda a la totalidad del Régimen del ‘78, interpelando a una masa ciudadana harta de que la engañaran por la izquierda y por la derecha, que buscaba un cambio verdaderamente significativo, capaz de revertir la situación de alarmante desempleo y desgaste intencionado del Estado del Bienestar, así como el retroceso en derechos y libertades públicas.
Cuatro años después de aquellas elecciones europeas en las que un profesor universitario que hablaba muy bien y salía mucho en La Sexta lograra cinco eurodiputados en Bruselas y sembrar el pánico en las filas del bipartidismo, Podemos no tiene el mismo encanto. El desgaste derivado de la institucionalización -necesaria para cambiar el modelo aceptando el marco constitucional-, el conflicto territorial con Catalunya y la perversión que ha supuesto el auge de C’s (el “Podemos de derechas” que pidió el director del Banco Sabadell) para hacer ver que la nueva política era simplemente el “ser nuevo” en política y no una nueva forma de ejercerla y practicarla; han sido tres claves a partir de las que es posible explicar que Podemos ya no sea visto como la alternativa para quienes habían dejado de creer.
La aparición ahora de una nueva fuerza impugnadora desde la extrema derecha añade una complicación más al tablero político. Los medios del establishment, que han creado un marco ideal para legitimar el discurso xenófobo y misógino de la ultraderecha, se preguntan ahora cómo ha sido posible el ascenso de Vox. Mientras se han dedicado en muchas ocasiones a enfocar los debates acerca de migraciones y violencia machista sobre las víctimas, alimentando la percepción de que existe una alarma social derivada de la llegada de inmigrantes o la difusión del discurso feminista, que pone en peligro las condiciones de vida de las clases trabajadoras y la libertad de los hombres. Debates falaces y manipulados que han servido como caldo de cultivo a la extrema derecha, que auspiciada por este marco trata de esconderse como “extrema necesidad”.
Pero la culpa no es de los medios. La culpa ni siquiera es de la radicalización del PP a raíz del liderazgo de Pablo Casado, ni de la instrumentalización del conflicto territorial que da oxígeno y permite sobrevivir a C’s. La culpa del auge de la ultraderecha en un país donde parecía no tener cabida, la tiene la izquierda española.
Hay dos tipos de análisis que pueden hacerse desde la óptica de la izquierda sobre el ascenso de Vox. Uno que se dedica a dar por hecho que quien vota a los fascistas, es un fascista. Desde esta visión -más simplista si cabe que el discurso de Vox-, la responsabilidad la tiene la gente que no fue a votar o que se decidió por una opción desesperada de cambio radical sin evaluar las consecuencias de ello. “Pobres ignorantes, cuándo aprenderán a votar”, pensarán. Sin embargo, también desde la izquierda, pueden darse otras explicaciones que traten de profundizar en por qué la clase trabajadora prefiere elegir opciones a todas luces perjudiciales para sus intereses. Si hay desempleados, estudiantes precarizados, trabajadores pobres, desahuciados, migrantes, homosexuales y mujeres que optan por votar a la extrema derecha, quizás -solo quizás- la izquierda tenga alguna responsabilidad en ello.
No vale decir que a Vox lo votan casi 400.000 fascistas en una de las comunidades más afectadas por la pobreza y las desigualdades. Porque no los hay. Las causas que llevan a la gente corriente a optar por alternativas de esta índole son diversas, pero se pueden resumir en dos: hartazgo del sistema político y desesperación por un cambio real.
La izquierda española debe reflexionar -y mucho- sobre por qué no está sabiendo hacerse ver como alternativa para aquellos que demandan una ruptura democrática. El descontento ciudadano sigue latente y el ascenso de Vox debería servir solo para una cosa: el despertar de la izquierda. La única esperanza que les queda a quienes no creen en la política pero necesitan una respuesta desde la misma es volver a tener un Podemos que les ilusione, que recupere la credibilidad y frente al tópico del “todos son iguales” pueda demostrar con orgullo que no, que existe otra forma de ver y ejercer la política.
Hay que sacar de la abstención a la que hemos condenado a miles de personas que a día de hoy siguen esperando una alternativa real de cambio. Una alternativa que hable el lenguaje de la gente, que ponga sobre la mesa las cuestiones que han hecho movilizarse a este país. Una alternativa republicana, feminista y plurinacional, que entienda la diversidad como fortaleza y donde la justicia social se erija como pilar básico de la democracia. Una República de la gente y para la gente. Porque en el país del 15 de mayo y el 8 de marzo nadie más podrá convencernos de que no se puede.
Por Romen Arteaga
Secretario de Acción Política y Sociedad Civil de Podemos Santa Cruz de Tenerife
Portavoz de U3R Tenerife
Graduado en Economía por la ULL
Master en Análisis Político por la Universidad Complutense de Madrid